Por Rafael Amador Figaris
En mi experiencia como educador y servidor, he aprendido que ocupar un cargo de jefatura o dirección no es, en sí mismo, algo negativo. Liderar, cuando se hace con conciencia, es un acto necesario y muchas veces noble. Sin embargo, lo que puede desvirtuar ese liderazgo es el olvido: olvidar que la autoridad no es sinónimo de superioridad, que mandar no es lo mismo que inspirar, y que ninguna función se sostiene sin el esfuerzo colectivo de quienes están detrás de cada logro.
El ego disfrazado de liderazgo
Algunas personas insisten en ser llamadas «superiores», quizá por una necesidad interior de validación. Y aunque pueda parecer una simple formalidad, muchas veces esa necesidad revela una forma de ejercer el poder basada más en el ego que en el propósito.
El verdadero problema no está en el cargo, sino en la actitud. Liderar con humildad no es un eslogan ni una pose, sino una forma profunda de entender que todo lo que somos como autoridad depende, en gran medida, del respeto que sepamos cultivar, no imponer.
La falsa humildad no resiste el tiempo
A veces creemos que una sonrisa, una palabra amable o una pose cuidadosa bastan para parecer humildes. Pero nuestros gestos, nuestras decisiones y hasta una simple foto pueden decir mucho más que mil discursos. No es que el lente no nos abarque por lo que somos físicamente, sino porque la altivez se cuela incluso en lo no dicho.
Y esa arrogancia no pasa desapercibida. Cansa, hiere y aleja. Dios, y también las personas, rechazan la soberbia.
No somos la última Coca-Cola del desierto
Todos —sin excepción— somos vulnerables. Hoy se puede tener un cargo de poder y mañana estar atravesando una situación que nos recuerde lo esencial: somos humanos. Enfermar, perder, caer… son realidades que nos igualan.
Y cuando llegue ese momento, lo que las personas recordarán no serán nuestros logros, sino cómo las hicimos sentir.
La dignidad no se negocia
Vivimos en tiempos en los que muchos están dispuestos a renunciar a sus valores por un beneficio temporal. Pero también —y esto quiero destacarlo con fuerza—, aún quedan personas que no se venden, que creen en sus ideas, que defienden su dignidad, y que entienden que el respeto no se compra, se gana.
Desde los relatos más antiguos de la humanidad, como el de Caín, sabemos que siempre han existido los envidiosos, los hipócritas y los arrogantes. Pero también ha existido la integridad, esa que no se exhibe, pero que se siente.
Servir con propósito, no por reconocimiento
Servir es una de las expresiones más puras del liderazgo. Pero si se hace solo para ser visto o admirado, entonces no es servicio, es vanidad.
Hay quienes dan para que se les reconozca. Y hay quienes dan sin decirlo, sin buscar aplausos, porque entienden que el verdadero liderazgo se mide por el impacto que deja, no por la atención que recibe.
Conclusión
Quienes creemos en la educación, en el servicio público y en el poder transformador del ejemplo, tenemos el deber de recordar —y de vivir— una verdad sencilla pero poderosa: no somos eternos, no estamos por encima de nadie, y algún día seremos recordados por cómo tratamos a los demás.
Ojalá, cuando llegue ese momento, se diga de nosotros:
“Fue justo, fue humano, fue íntegro.”